Autor: Francisco Javier Mendivil Navarro Fecha: 6 de junio de 2021 última revisión
El Monasterio benedictino de Nuestra Señora de Rueda de Ebro -o mejor dicho, lo que de él queda en pie- es uno de los lugares más tristemente hermosos, o hermosamente tristes, de cuantos pueden visitarse a lo largo del largo curso de nuestro río. La desamortización de 1835 arruinó de un plumazo casi siete siglos de vida monacal, desperdigándose entonces su rico patrimonio mueble y ornamental, al tiempo que el edificio y todas sus dependencias entraban en un progresivo proceso de deterioro y abandono, sólo en parte paliado por una menguada restauración, más bienintencionada que eficaz y suficiente.
Este monasterio cisterciense, que debe su nombre a la gran noria o rueda de la que se servía el amplio territorio agrícola de la comunidad religiosa y que se arruinó, por increíble abandono, hace tan solo unos años, fue fundado en el año 1202 y tubo desde sus inicios un amplísimo predicamento patrimonial sobre unas 35 localidades de la comarca y aun de otros lugares de Aragón. Fundamentada su economía sobre el sistema típicamente cisterciense de explotación de granjas, el monasterio -cuyo templo fue iniciado en el año 1226- alcanzó pronto gran notoriedad económica, siendo uno de los primeros monasterios en importancia para la casa matriz de la orden en el condado de Toulouse.
En la fábrica actual del monasterio se da una superposición de épocas y estilos, correspondiendo la parte más antigua al refectorio, el calefactorio, la cocina y las dependencias dedicadas al noviciado, situado todo ello en el ala sur del edificio. Allí existió una primera capilla monacal, puesta bajo la advocación de San Pedro, y que desapareció en el transcurso de unas obras posteriores. La iglesia del monasterio se concluyó alrededor del año 1238 tras unos trece años de obras. Las obras del claustro debieron de ser más lentas, puesto que, iniciadas -junto a las de otras dependencias, como la biblioteca o la sala capitular- hacia 1256, no se concluyeron hasta la primera mitad del siglo siguiente (año 1340), fecha en la que se debió construir la fachada del templo que da a la gran plaza de acceso, en la que se hallaba la hospedería y el plalacio de los abades. A lo largo del siglo XVI se realizaron obras de ampliación y mejora del monasterio, siendo precisamente estas las que se hallan, en general, en peor estado de conservación. La torre, de estilo mudéjar y en precario estado, se levantó en el siglo XVII.
La parte mejor conservada, como decimos, y la más interesante, es la más primitiva del recinto. Muy hermoso, curioso y recoleto es el refectorio, situado en el ala meridional del monasterio y al que se accede a través de una bella puerta moldurada. Bajo la bóveda de medio cañón, y encaramado en el muro de la pieza, se conserva aún el púlpito, con una curiosa escalera abierta en el muro y apoyado sobre una gran ménsula. La escalerilla está jalonada por arquería apoyada sobre columnas rematadas por sencillos pero bonitos capiteles. Abierta también al bello y espacioso claustro se halla, asimismo, la sala capitular, con una hermosa entrada y espaciosos vanos para ganar luz, decorados con arcos dentados con puntas de diamante. En el centro del claustro permanece aún el pozo y junto a él, la gran cisterna de la comunidad, bastante numerosa a juzgar por los moradores del monasterio en el momento de la exclaustración: 30 monjes y unos cuarenta servidores, entre legos y criados. La otra pieza de interés es la zona destinada al noviciado, del gótico primitivo, con curiosos y robustos pilares sobre los que descansa la bóveda de crucería.
El conjunto se cierra al norte por la iglesia abacial, de tres naves de cinco tramos, sin crucero y con el ábside plano. La única capilla abierta a las naves albergó, entre otras, la tumba del que fuera Justicia de Aragón Juan Gil de Tarín, fallecido en 1290. En la fachada que da a la plazuela de acceso se labró, durante la reforma del siglo XV, un bonito rosetón. Poco es lo que queda como decimos, de la ornamentación interior del templo. El magnífico retablo mayor, una excelente obra plateresca tallada en alabastro por los maestros de la escuela de Damian Forment, se trasladó tras la exclaustración a la iglesia parroquial de Escatrón, donde, por razones de espacio, se sacrifico parte del majestuoso basamento.
Antes de abandonar el Monasterio de Nuestra Señora de Rueda de Ebro merece la pena acercarse un momento hasta las orillas del río para comprobar el titánico esfuerzo de los monjes-granjeros para construir el azud, la caja de la rueda y el acueducto (todo ello hoy prácticamente arruinado) para llevar el agua hasta el último rincón de aquel terreno, ayer cultivado con primor y hoy reseco y abandonado al silencio y a la profunda tristeza.
A partir de Escatrón y ya en la carretera comarcal que conduce a Caspe, observará el viajero que el Ebro, cuyo cauce se encajona aún más en el fondo de los amplios y bellísimos meandros, comienza a remansar paulatinamente sus aguas. Y es que aquí comienza la cola del embalse de Mequinenza, también llamado, de un modo ciertamente enfático, el Mar de Aragón -sabida es la preocupación constante de los reyes aragoneses por conseguir una siempre frustrada salida al Mediterraneo-. Es este, con sus 1.530 millos de metros cúbicos, uno de los mayores embalses de España y fue construído, en el año 1966, para la producción de hidroelectricidad. Desde la presa -levantada aguas arriba de la localidad zaragozana de Mequinenza (sobre la que más adelante volveremos)- a la cola tiene más de 100 kilómetros de longitud y las aguas embalsadas anegaron buena parte de la rica huerta de Chiprana y Caspe.
A unos 20 kilometros de Escatrón, recortando su añeja silueta sobre las tranquilas aguas del Ebro, se levanta la villa de chiprana, lugar en el que los arqueólogos han sacado a la luz parte de lo que debió ser un importante centro agrícola para los romanos y un estratégico puerto fluvial para los navegantes por el Ebro. Las huellas de todo ello son hoy rastreables en el yacimiento arqueólogico de la Dehesa de Baños y, sobre todo, en lo que queda del Mausoleo romano que, en curiosa disposición, es visible incrustado en el muro de la ermita de la Virgen de la Consolación. Por su parte, la iglesia parroquial, de corte barroco-neoclásica, debio de construirse sobre una primitiva fábrica del siglo XIII, aunque los elementos góticos no son hoy practicamente rastreables.
A siete kilómetros de Chiprana, en la conjunción del Guadalope con el Ebro, se halla la histórica ciudad de Caspe, centro capital, junto a Alcañiz, de las tierras del Bajo Aragón. En el transcurso del primer milenio antes de cristo, la zona fue intensamente poblada, a juzgar por las numerosas huellas de humanización rastreables en casi todos los cabezos o altozanos de la comarca, con un primer estadio cultural indoeuropeo y el posterior asentamiento, hacia la mitad del milenio, de pueblos con una cultura netamente mediterranea. Hacia el siglo II a.C., se inició la romanización en profundidad de la comarca, fundamentada, esencialmente, en la explotación agrícola de sus bien irrigadas tierras. Del dilatado paso de Roma por estas tierras del Ebro sobrevive hoy el majestuoso mausoleo de Miralpeix, trasladado al centro urbano cuando se construyó el embalse de Mequinenza. Aunque bastante deteriorado en su estructura, el mausoleo presenta más o menos bien definidos sus dos cuerpos, el inferior dedicado a cripta y el superior reservado a las ofrendas.
Desde los inicios de su reconquista para los cristianos por Alfonso II de Aragón, en el año 1169, Caspe pasó a ser una importante encomienda de la orden militar del Hospital de Jerusalem, quien construyó una solida acrópolis en el entorno del hoy llamado barrio de La Muela, donde se levanta la Colegiata de Santa María y lo que resta del castillo de la orden, entre el templo y el fuerte extraplomo que cae sobre el antiguo cauce del Guadalope. Pero cuando el nombre de la ciudad traspasó holgadamente los límites locales fue en el año 1412, fecha en la que tuvo lugar el célebre Compromiso de Caspe. Por él, y tras la muerte sin sucesión del Rey Martín I el humano, los compromisarios de los cuatro reinos que componían la Corona de Aragón, eligieron -con fuertes influencias del papa aragonés Benedicto XIII y del valenciano San Vicente Ferrer- al pretendiente castellano, Fernando de Trastámara, como monarca de la Corona.
A su privilegiada situación geográfica unió Caspe el beneficio de una importante comunidad morisca, responsable, hasta su expulsión a principios de siglo XVII, de los antiquísimos y sólidos sistemas locales de irrigación, en buena parte arruinados con motivo de la construcción del pantano de Mequinenza. Situada en las proximidades del Maestrazgo, la comarca sufrió notablemente los efectos de las guerras carlistas, y durante la Guerra Civil fue sede de una curiosa experiencia colectivista -que llego a emitir papel moneda propio-, además de residencia efímera del Gobierno de Aragón, órgano local ejecutivo del bando republicano. En marzo de 1936, en Caspe se redactó y aprobó el Estatuto de Autonomía de Aragón que, a diferencia de lo que ocurrio en otras comunidades, no llegó a entrar en vigor estable al estallar, poco después, la contienda civil.
Restaurada con aceptable fidelidad, la colegiata ofrece al visitante su bella portada occidental, de la que en 1936 desaparecieron las esculturas que bajo dosel estaban adosadas a las jambas, conservando, sin embargo, sus elementos primitivos fundamentales. El interior es de tres naves de cinco tramos, con un curioso crucero de dos tramos. A ellos se abren las capillas de la Veracruz -que custodió un rico relicario de amplia devoción por parte de los caspolinos- y la del Rosario. Los ricos retablos y la imaginería desaparecieron en el transcurso de la Guerra Civil. El templo custodia también -hoy está depositado fuera de la iglesia- el llamado cáliz del Compromiso, con el que, según la tradición, se celebró misa el día de la proclamación de Fernando de Trastámara como rey de Aragón.
En el exterior, en la cabecera de la colegiata se levantan las piedras supervivientes del que fue castillo de la baylía, construido en el siglo XIV y que fuera testigo de las sesiones del histórico Compromiso. Es este el verdadero castillo de Caspe y no, como puede creerse a primera vista, el edificio que se levanta en el altozano de Monteagudo, que no es otra cosa que un fuerte decimonónico - denominado Fuerte de Salamanca, en honor del general que ordenó su construcción en 1873-, erigido en el transcurso de la segunda guerra carlista.
El resto de los lugares de interesante visita son la ermita románica de Nuestra Señora de Horta que en 1973 fue trasladada de su primitiva ubicación junto a las orillas del Ebro al casco de la ciudad- la Plaza Mayor (con dos notables edificios en su entorno: la Casa Consistorial y, sobre todo, la casa/palacio de Barberán, del siglo XVII), la primitiva Casa del Concejo -en la que se supone nació el santo local San Indalecio- y el mencionado Fuerte de Salamanca, así como las recoletas calles del barrio antiguo de la localidad.
A partir de Caspe, el Ebro comienza a adentrarse ya por las primeras estribaciones de la Cordillera Costero-Catalana, con lo cual la ruta, tanto la fluvial como la terrestre, comienzan a complicarse notablemente. Existe una carretera que, partiendo de Caspe, enlazará en su día con Mequinenza a través de la Sierra de los Rincones, pero que hoy se halla totalmente impracticable. Así es que, para seguir el curso del Ebro, lo único que puede y debe hacerse es continuar por la comarcal 221 hasta Maella y, allí, tomar la local que, por el Alto de los Autos, conduce hasta Fayón, aún en territorio aragonés.
No es esta ruta una autopista, precisamente y a un endemoniado trazado y mediano estado del pavimento une la carencia de núcleos importantes de población, por lo que la recomendación especial para este tramo es que el automovilista se provea de carburante necesario, o al menos el necesario para no tener problemas en un territorio en el que, por otra parte, la circulación es muy escasa.
Por Maella -cuna del insigne escultor aragonés Pablo Gargallo- se toma, a mano izquierda, la carretera que, por encima del valle del Matarraña, enlaza con la comarcal que une Fraga con Mequinenza. A escasos kilómetros de Maella el viajero se topará, a mano derecha, con el desvío a Fabara, desvío que aconsejamos tomar para acercarse el viajero hasta el bellísimo mausoleo romano, que se halla al borde de un camino de tierra que parte, a mano izquierda, antes de entrar en la localidad.
De nuevo en la ruta, y a través de un paisaje ya típicamente mediterraneo -el almendro y el olivo son ya aquí los cultivos dominantes, así como algo de vid- la carretera conduce hasta Fayón, última localidad aragonesa del curso del Ebro. Unos diez kilómetros antes de Fayón verá el viajero, a mano izquierda la carretera que lleva a Mequinenza, un pueblo de nueva construcción pero que guarda, al pie de su imponente castillo, el recuerdo imperecedero del viejo caserío, hoy convertido en un patético amasijo de ruinas. Si se decide hacer un pequeño esfuerzo complementario -diez kilómetros de una carretera algo dura y complicada- se beneficiará el viajero de la vista a un lugar ciertamente interesante por varias razones.
Si media un cierto interés por los temas hidráulicos, tendrá el visitante ocasión de ver la imponente presa del embalse, erigida prácticamente en la cola del embalse de Ribarroja, que fue, contra lo que comúnmente se cree, el causante del anegamiento de las poblaciones de Mequinenza y Fayón. También tendrá el visitante la ocasión de contemplar, desde la imponente altura del castillo, la magnífica vista de la fusión del Cinca/Segre con las aguas del Ebro, las tierras que fueron escenario de la decisiva batalla entre Julio Cesar y las tropas de los lugartenientes de Pompeyo.
Aunque hoy el magnifico castillo de Mequinenza es propiedad de la empresa hidroeléctrica que construyo la presa -y que, obligado es decirlo, restauró a su costa y con notable acierto la imponente obra fuerte- debe quizá hacer el viajero la tentativa de que le sean mostradas sus dependencias, hoy reconvertidas en confortables estancias. Fue el castillo de Mequinenza un importante enclave defensivo del Ebro, en su tránsito entre la Depresión y su bajo curso. Es tradición que los cartagineses tuvieran aquí una de sus más importantes factorías de fabricación de vidrio y los árabes -a quienes se atribuyen los más esplendorosos siglos de vida de la localidad- fortificaron el enclave conscientes del valor estratégico del lugar.
Pero quien mejor vislumbro esta componente estratégica de la zona fue, sin duda, Julio César que, precisamente aquí, en el amplio triángulo que forman la confluencia del Cinca y el Segre por Granja de Escarpe y las llanuras de Lérida, libró su decisiva batalla contra Afranio y Petreyo, lugartenientes de Pompeyo y de cuyas vicisitudes da cumplida y pormenorizada cuenta el propio César en su interesantisima Guerra Civil.
El nuevo poblado de Mequinenza carece de todo interés artístico, si bien el lugar se halla muy frecuentado por los piragüistas atraídos por las excelentes condiciones de su campo de regatas. Aunque seriamente afectadas por la construcción del embalse, permanecen en explotación algunas de las numerosas y fértiles minas de carbón, que en su día fueron el soporte económico esencial de esta comarca hoy en franca y progresiva regresión.
Si el viajero ha visitado Mequinenza, lo que debe hacer es regresar de nuevo a la comarcal que enlaza Maella con Fayón. Unos 11 kilometros de ruta le llevará a Fayón, una localidad que, como Mequinenza, ha perdido todo su tipismo y sus señas de identidad al tener que asentarse sus habitaciones sobre un impersonal poblado nuevo de nulo o muy escaso interés. Sí lo tiene, en cambio, encaramarse hasta la próxima ermita de El Pilar, desde la que se divisa la panorámica, a la vez imponente y sobrecogedora, del enorme embalse de Ribarroja que, un poco más abajo de la patética imagen de la torre de la iglesia parroquial emergiendo de las aguas sin resignarse a morir, recibe el caudal del último afluente del Ebro digno de consideración, el Matarraña.
Puedes realizar la navegación del Ebro en de Novillas a Utebo y por Zaragoza capital del valle del Ebro o desde Zaragoza a Escatrón.
Extraido del libro: Guía para viajar por el Ebro.
© José Manuel Marcuello Calvin
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